alli...

En el mundo irreal donde habitan las pesadillas, te encontré, escondida, pálida y con olor a muerte. Ojos abiertos, boca cerrada y una respiración entre cortada. Me diste pena y sé que en algún momento de este breve encuentro, alguna lágrima derramé.

Sabía que existías, gris y solitaria. Mi heroína perdida, que escapó más por valor que por cobardía, al lugar inesperado, esperando sobrevivir. Me dirigiste la mirada, y supe que me esperabas. No hubo reproches, solo silencios, suspiros y parpadeos ocasionales. Estábamos juntas.

Quise articular palabra, pero la pesada atmósfera se las llevó lejos. Y nunca les diste la oportunidad de tener significado. Adivine en tu aspecto sucio y descuidado que habías caído muchas veces y me sentí culpable. Vi los moretones, la sangre seca y la sangre fresca, de heridas nuevas y de heridas viejas.

Iba a retirarme pero me detuviste con un gesto, y me quedé un rato más. Algo me dijo tu mirada de ojos turbios, enrojecidos por las lágrimas que secándose en tu rostro, marcaron surcos en el sucio donde en días pasados hubo color, y muestras de vida.

Me estremecí, y asentiste con la cabeza. Entonces decidí esperar, a ver el desenlace, me tendiste tu mano fría y temblorosa. Había un papel, eras tú y era yo, aterrada lo dejé caer y me abrazaste, en ese breve instante volvimos a ser una. Pero ya no te quería más.

Me separé de ti, y emitiste un sollozo ronco. Saqué la daga de tu costado y la clave en tu corazón. Sonreíste, como desamparado frente a un pedazo de pan, y te dejaste caer. Eras tú y era yo, muriendo, dejando todo para siempre. Muerte por piedad.

Tocaste tierra, y se encendió el fuego más hermoso que alguna vez contemplaron mis ojos, te vi nacer. Eres tú y soy yo, nos abrazamos otra vez. Y sacaste la daga de mi costado y la clavaste en mi corazón. Me dejaste caer…Y me quedé ahí, en el lugar donde habitan las pesadillas, escondida, pálida y con olor a muerte.